Publicado: 25-10-2018
Julio De Vido pasaba sus primeras horas en prisión, Lilita Carrió se peleaba (otra vez) con la Corte Suprema y Emanuel Ginóbili se destacaba en la NBA. Estos eran los principales títulos de los diarios hace un año, el 25 de octubre de 2017.
Parafraseando a Joaquín Sabina, "el diario no hablaba de ti, ni de mí". Tampoco por mucho que busquemos en la poderosa "web" podremos encontrar información acerca de un hecho reiterado, discreto y –por qué no decirlo– rutinariamente patriótico que 43 hombres y una mujer iniciaban aquel día.
Calurosos apretones de manos alternaron con solmenes saludos militares, el toque de silbato marinero rindió honores al Comandante, Capitán de Fragata Pedro Fernández, cuando abordó a la nave, se retiró la planchada, se soltaron amarras y comenzó el ritual: la primera orden "adelante muy despacio" se repite de voz en voz, hasta que alguien al final de la cadena de mando acciona el mecanismo que puso en marcha la hélice de 8 palas del submarino ARA San Juan. De allí en más el plan de operaciones diagramado por el Comando de Adiestramiento y Alistamiento de la Armada marcaría cada día de la vida de esos 44 marinos que una vez más zarpaban para cumplir su misión.
No es motivo de reproche que la simple zarpada de una unidad militar de este tipo no hubiera sido noticia. El submarino (hoy lo sabemos todos) es un arma estratégica discreta. Discretas son sus misiones y discretos son los hombres y mujeres que eligen vivir el mar en lo profundo, en la más absoluta oscuridad y en un silencio ambiental tan absoluto que hace posible que un chasquido de los dedos producido dentro de la nave pueda ser detectado desde otra unidad similar.
Por si sirve el dato, vale recordar que el San Juan zarpó para integrar una fuerza de tareas naval que realizaría ejercicios militares en el Atlántico Sur y posteriormente ejecutaría un plan de patrullado marítimo en la Zona Económica Exclusiva (ZEE) del país.
¿Cuántos argentinos no relacionados con las fuerzas navales o con el ambiente marítimo en general conocían aquel día que el país contaba con submarinos? ¿Cuántos sabían que Argentina formó a la primera oficial submarinista de la región? ¿Y lo que es un snorkel, el plano de periscopio o la propulsión a baterías?
El 16 de noviembre, el día en que este medio informó que había un submarino perdido, la realidad una vez más nos pegó un cachetazo. Los buenos augurios, la expertise de viejos submarinistas, las opiniones de referentes de diversos ámbitos empezaban a barajar distintas hipótesis sobre el momento en que finalmente ese cilindro negro de 66 metros de largo emergería cerca de Mar del Plata, poniendo fin a la vigilia.
Pero nos equivocamos, no apareció. Aún no aparece. En este día en el que precisamente se cumple un año de la última zarpada, mientras la mejor tecnología del mundo lo busca en el mar, el jefe de la Armada se reúne en la base naval que lo vio zarpar con familiares de los tripulantes para intentar definir la manera más adecuada para conmemorar el primer año de ausencia del San Juan y su dotación. Mientras tanto, continúa la más absoluta incertidumbre sobre las verdades razones de su desaparición.
De la falta de un mantenimiento adecuado al ataque militar por parte de una potencia extranjera, todo ha sido materia de especulación y análisis. No faltaron variantes como el ataque por parte de algún pesquero oriental y hasta un eventual secuestro. Discutimos, conjeturamos, opinamos.
Veteranos submarinistas despotricaron furiosos contra otros marinos que sin haber navegado jamás en la profundidad nos atrevimos a intentar descifrar qué puede pasar con mezclas explosivas producidas por la emanación de hidrógeno en estado gaseoso, con válvulas defectuosas o con soldaduras mal realizadas durante la reparación de media vida hecha apenas un par de años antes de la tragedia.
Poco importa. El San Juan no aparece y, si bien cada poder del Estado lleva adelante su propia investigación, mientras no se ubiquen sus restos no vamos a poder transitar el sendero que separa a la conjetura de la certeza.
44 vidas, 44 historias, 44 tragedias. Padres, hijos, hermanos, parejas y amigos a los que la vida les cambió para siempre. Es increíble lo que se siente al abrazar a un ser doliente. No es lo mismo hablar en forma genérica de quien espera a quien nunca llegará, que poder haberlo mirado a los ojos. No es lo mismo juzgar a quienes tienen que lidiar hoy con el día después de la catástrofe marina, que verlos quebrados incluso físicamente por carecer de respuestas a tantas preguntas. No es lo mismo ser espectador que haberse metido de lleno en medio del drama personal e institucional que azota sin tregua desde hace casi un año al país en general, a los marinos en particular, y a la Armada y su gente en forma especial.
Al momento de cerrar esta columna, quien escribe no tiene en claro cuál será la forma escogida para recordar a estos 44 compatriotas. No es lo mismo hacerlo con la nave aún perdida que con la certeza de su hallazgo.
No obstante, sería bueno que como sociedad tratemos de imitar -al menos en esta ocasión- la actitud de estos tripulantes que, al cerrar la escotilla y adentrarse en lo profundo del mar, dejaron de ser 44 individuos para transformarse en un solo cuerpo, en una sola entidad con un objetivo superior en común.
El 15 de noviembre recordémoslos y honrémoslos en lo posible dejando de lado la ventaja política, el protagonismo sectorial o la polémica estéril. Un minuto de reflexión, un prudente silencio o, si se da el caso, un fuerte abrazo a alguno de los deudos. Ellos no esperarían otra cosa.
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